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Los rayos del sol caían implacables sobre el desierto, creando una llamarada dorada que hacía que la arena pareciera estar en llamas. El cielo era un vasto lienzo azul profundo, salpicado de nubes dispersas que apenas ofrecían sombra. El aire era sofocante, como si estuviera lleno de diminutas brasas que quemaban la piel y los pulmones con cada respiración. El suelo estaba cubierto de dunas ondulantes, esculpidas por el viento en formas caprichosas, y la arena caliente se deslizaba bajo los pies con cada paso, como un mar dorado en constante movimiento. A lo lejos, se podía ver la silueta de una caravana de camellos, con sus jorobas balanceándose rítmicamente al ritmo de sus lentos pasos, buscando refugio en la sombra de escasos oasis. El silencio era opresivo, solo roto por el eco lejano de un halcón solitario y el susurro del viento al acariciar las dunas. El desierto era implacable, inhóspito y desafiante, pero también tenía una belleza salvaje y majestuosa que solo aquellos que se aventuraban en sus dominios podían apreciar plenamente.